Fue hace bastantes años, cuando aún teníamos los 20, pero aún ni éramos abogados ni nada que se le pareciera. Era el fin de semana perfecto: 4 amigos, fin de semana en Asturias a ver jugar al Deportivo de La Coruña. El primer error fue salir tarde de Coruña, y con prisa, a causa de que uno de nuestros amigos se quedó dormido. Aún así, era muy temprano y había la típica y fatídica niebla de la provincia de Lugo. El mismo chico que se quedó dormido se metió con la poca potencia del fiat “uno” cargado hasta los topes; y su dueño, en vez de seguirle la broma, comenzó a correr. A pesar de que todos le empezamos a decir que no hiciera caso del tonto de Manuel , y que no tenía nada que demostrarnos, Pedro apretó el acelerador. Teníamos que haber sido más firmes y decirle que parara inmediatamente. Años más tarde lo hice, aunque me costase enfados con amigos imprudentes.
Así, en el único tramo recto que había por aquella época entre Asturias y Galicia, nuestro amigo decidió adelantar al vehículo que llevaba delante, que ya iba a unos buenos 90 km/h y con niebla. Aún recuerdo a la perfección ver surgir las luces de frente de entre la nada, Pedro levantando el pie y abortando la maniobra a la vez que el vehículo rebasado frenaba para dejarnos pasar. Ese día aprendí la lección: si uno ha empezado a adelantar, esta a la par que el adelantado, y el vehículo que viene de frente nos ha visto, es mejor continuar la maniobra que frenar en ese momento. Pero claro, es mucho más fácil decirlo que verse en la situación de Pedro, el cual frenó bruscamente y empezó a irse hacia la derecha, y cuando recuperaba el control del coche (el cual ya iba dando bandazos), por el arcén, ajeno a todo, apareció un hombre muy mayor en bicicleta, y mi amigo para evitarlo dio un nuevo bandazo hacia la cuneta, pese a lo cual vimos desaparecer su cuerpo pasando por encima del fiat con una facilidad increíble.
Caímos a la cuneta y de mi lado del pasajero, haciendo el accidente inevitable al resbalar el coche y caer de lado. Supongo que ese día Dios quiso que viviéramos al poner suficiente barro en aquel campo como para atrapar un camión. Vi como la hierba y la tierra lamían interminablemente mi ventanilla hasta que el coche paró, y justo en ese momento terminó de dar la vuelta de campana por la propia inercia: contemplé horrorizado como ese sencillo vuelco hundía el techo de mi lado 30 centímetros hasta quedar a cuatro dedos de mi cabeza. Desde entonces nunca quise saber nada ni de los utilitarios ni de los fiat. Pedro comenzó a chillar, diciendo que habíamos matado al señor, y que rompiéramos la ventanilla de mi lado. Frenético, comenzó a patearla, hasta que yo, con una desconocida sangre fría, solté el cinturón, caí sobre mi cabeza y manos, le dije “aparta un momento” y bajé la ventanilla - que por suerte era manual- con total normalidad. Salí como un autómata, como quien se levanta para ir al baño después de dormir 10 horas seguidas. Inmediatamente fuimos a ayudar al señor y sin tocarlo simplemente taparlo con una manta, mientras llegaba la ambulancia: jadeaba pesadamente, con intenso vaho: solamente tenía la cadera rota –podía haber muerto- y nosotros 4 estábamos perfectamente bien. Pedro y yo corrimos hasta el cambio de rasante anterior a señalizar el accidente y llamar a la policía.
Antes de marchar, contemplé horrorizado como el campo estaba dividido a ambos lados por dos postes de madera y árboles, y que nosotros habíamos pasado justo por el medio. Desde entonces creo en muchas cosas, entre ellas en la prudencia y el sentido común. Espero que esta vivencia sirva para que alguien vea el tiempo, conozca la carretera y sus propios límites –y del coche- y así evitar un accidente de tráfico.
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